Tus brazos rodearon mi cuerpo cual árbol sujeta sus frutos para no dejarlos caer.
Tus ojos me prometieron la gloria pero tu corazón no dejaba de tener miedo ante mi cuerpo tembloroso.
Era la primera vez, después de muchos años, que nuestras almas y nuestros cuerpos se reencontraban. Y allí estábamos: en un cuarto a la luz de nuestras emociones, sin más ropa que nuestra piel agitada y asustada, ansiosa y penosa del futuro hecho presente.
Te entregué cada parte de mi ser, me diste todo lo que guardaste para mí. Tus ilusiones se volvieron realidad en mis labios, en mi piel, en mi cabello. En ese momento mi vida sólo tuvo un único dueño: tú.
Beatriz Suárez